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viernes, 4 de febrero de 2011

Perdida en el desierto

Esta semana he comenzado a leer El desierto de los Tártaros, de Dino Buzzati (Gardir, 2008), engatusada por la recomendación de una personita muy especial, quien me había dicho que ‘nadie debería morir sin haber leído este libro’.

Me estoy tomando mi tiempo. No es como otros libros de simple entretención, que hacen que acelere mi lectura para saber qué sucede con la historia. Esta vez es diferente.

Cada capítulo trae consigo una reflexión sobre las diversas emociones que se esconden en el más recóndito del alma del ser humano y florecen en los momentos de vulnerabilidad.

A continuación cito un párrafo:

Ahora sí que entendía de verdad lo que era la soledad (un cuarto no feo, todo él tapizado con madera, con una gran cama, una mesa, un diván incómodo, un armario). Todos habían estado amables con él, en el comedor habían abierto una botella en su honor, pero ahora los traía sin cuidado, ya lo habían olvidado completamente (por encima de la cama un crucifijo de madera, al otro lado una vieja estampa con una larga inscripción cuyas primeras palabras se leían: Humanismus Viri Francisi Anglosi virtutibus). Nadie entraría a saludarlo en toda la noche; nadie en toda la Fortaleza pensaba en él y no sólo en la Fortaleza, probablemente en todo el mundo tampoco había un alma que pensaba en Drogo; cada cual tenía sus ocupaciones, cada cual se bastaba apenas a sí mismo, incluso su madre, podía ser, incluso ella en aquel momento tenía otras cosas en la cabeza, no era él el único hijo, en Giovanni había pensado todo el día, ahora les tocaba un poco a los otros. Era de lo más justo, reconocía Giovanni Drogo sin sombra de reproche, pero, entretanto, él estaba sentado al borde de la cama, en el cuarto de la Fortaleza (ahora advertía —tallado en la madera de la pared y coloreado en extraordinaria paciencia — un sable de tamaño natural, que a primera vista podía parecer verdadero incluso, labor meticulosa de algún oficial, a saber cuántos años atrás), con la cabeza un poco inclinada hacia delante y la espalda curvada y lanzando miradas átonas y severas y se sentía más solo que nunca en su vida.

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