El día del intercambio de regalos en mi centro de trabajo, unos días antes de la Navidad pasada, mi amigo secreto me obsequió la segunda parte de la trilogía Millennium: La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, de Stieg Larsson. Lo recibí con mucho entusiasmo, pues estaba atrapada por la Larsonmanía.
Sin embargo, esa emoción acabó cuando unos días después terminé de leer Millennium I, Los hombres que no amaban a las mujeres. Pero como soy buena peruana, no podía desaprovechar este libro.
Debo decir que el final está mejor trabajado que su antecesora. Y no pierde la capacidad de volverte adictiva a ella. Como si se tratase de una telenovela y su función de entretener. Pero más que eso no me aportó nada más.
Si buscase solo entretenimiento, pues me conformaría con una historieta de Condorito, pero hasta ese, en ocasiones, se vuelve instructiva.
Esta vez, la única la única línea escrita al final del libro es una reflexión del autor sobre las diferencias entre el Judaísmo y el Catolicismo.
“De camino a su casa de Katarina Bangata, Bublanski sintió la necesidad de hablar con Dios sobre el tema, pero en vez de pasarse por la sinagoga, se fue a la iglesia católica de Folkungagatan. Se sentó en uno e los bancos el fondo y no se movió durante más e una hora. Como judío, teóricamente, no pinaba nada en una iglesia católica; sin embargo, era un sitio tranquilo que visitaba con asiduidad cada vez que necesitaba poner en orden sus ideas. Jan Bublanski estaba convencido de que Dios no lo desaprobaría. Además, existía una gran diferencia entre el catolicismo y el judaísmo. Él acudía a la sinagoga porque buscaba compañía y unión con otras personas; los católicos iban a la iglesia porque buscaban estar solos con Dios. La iglesia invitaba al silencio e instaba a que no se molestara a los visitantes.”